A principios de los 90, Edith Moreno ya sabía lo que hoy enseña cualquier folleto: el HIV no se trasmite por practicar deportes. Además, volver al Hockey a los 28 era la oportunidad de recuperar, en parte, el estado físico de antaño. Por eso aceptó unirse al equipo de veteranas, se puso a entrenar y salió a la cancha como cuando era adolescente.
En uno de los partidos le tocó cambiar de posición. Por lo general, la jugadora de adelante se cubría de los bochazos con el palo y después venía ella, ágil y segura, pero a resguardo de posibles golpes. El cambio la confundió y no llegó a levantar el palo para protegerse: la bocha le surcó el pómulo como una daga. Antes del dolor sintió brotar la sangre. Se sentó en el piso. Estaba mareada y casi no podía hablar. El remolino a su alrededor la desconcertó, pero le quedaron fuerzas para rechazar a quienes intentaban ayudarla, como si fueran el diablo en persona. En el Hockey lo que más se lastiman son las manos. Edith sabía eso, y le daba pánico. Una compañera decodificó el mensaje de su miedo. La miró a los ojos y le dijo:
-Loca, tengo las manos sanas. Dejá que te ayude.
Mientras la subían a la ambulancia, vino la parte difícil: explicar porqué era importante, casi de vida o muerte, llevarse la mochila que había dejado en el vestuario. No fuera cosa, pensaba Edith, que se perdieran los 150 gramos de faso que habían comprado entre varios amigos y que ella estaba encargada de repartir.
Pasaron más de diez años de aquella anécdota. Edith se convirtió una militante de la reducción de daños para usuarios de drogas, fundó una ONG contra el SIDA y da charlas ante cientos de personas. A mediados de abril estuvo en Buenos Aires para participar de un congreso sobre HIV. Fue la excusa perfecta para conocerla. Quedamos en encontrarnos en el bar Rara, en San Telmo. Llegué a las seis, como habíamos acordado, pero Edith confundió el horario y ya se había ido. El mozo, acostumbrado a que mis encuentros honren el nombre del bar, me anunció:
-Hace un rato te buscaba una piba chorra. Parece que se enojó porque no llegabas y se fue.
Córdoba era una fiestaVestida con una camiseta de la selección, morena y fornida aunque de baja estatura, la Negra Edith llamó la atención de los parroquianos. El atuendo futbolero suele convertir a su portador en sospechoso. Lo sé por experiencia propia, y la Negra lo aprendió enseguida: antes de llegar la paró la policía en Plaza Dorrego. La acusaban de robarle a un artesano al que le había preguntado un precio. Cuando por fin nos encontramos, ella estaba más indignada con el falso hippie que con los hombres de la ley:
-Por culpa del paranoico ese me revisaron de arriba abajo. Decí que un rato antes había quemado la última tuca, sino capaz que hasta me llevaban por tenencia y todo.
Le conté mi teoría sobre la ropa de fútbol, y se rió con ganas. Para ella la ropa deportiva no es más que eso: ropa para hacer deporte. Edith pertenece a otra generación: la que estuvo en la calle a la salida de la dictadura, cuando los códigos del asfalto eran otros. Para ubicarla en el tiempo, hay un dato clave: empezó a consumir drogas en la época que algunos llamaron “destape” o “primavera democrática”. Un tiempo en el que Córdoba, su ciudad natal, era una fiesta, con un nuevo baile cada semana: el de disfraces, el de los sombreros, el de los cocineros. A Edith todavía le brillan los ojos al recordar: “Éramos tres amigas y toda una banda de chabones. Te hablo del 85 hasta el 88. Fueron pocos años, pero nos divertimos mucho. Y así quedamos”.
A fines de los 80’ alguien prendió la luz. Era brillante, mucho más dura que las que se encienden en cualquier final de fiesta. El galpón donde bailaban se había convertido en gallinero, y quienes no agacharon la cabeza para comer y poner huevos, fueron marcados a fuego. Edith lo resume bien:
-Yo era usuaria de drogas inyectables. Fui muy adicta a la cocaína. Tengo la certeza de que mi HIV lo adquirí así, por vía intravenosa. Una vuelta me agarré una sobredosis de cocaína y estuve tres días en coma. Yo zafé, pero a muchos se les apagó el televisor. De la mayoría que nos infectamos, todos del mismo círculo, quedamos vivos cuatro o cinco.
Salir del placardElla lo descubrió en 1990, a los 24 años. En la clínica donde trabajaba ofrecieron análisis gratis, y el suyo dio positivo. Por entonces, HIV era sinónimo de muerte. De esos días recuerda la bronca del padre, que no quería creer, que pensaba que todo era una excusa para conseguir dinero y comprar drogas. Más tarde, cuando Edith narre la actitud de su madre ―que al recibir la noticia se llevó la mano a la boca y retrocedió espantada― se descubrirá otra faceta suya. Si durante toda la charla la Negra parece un marinero que muestra sus cicatrices con cierto orgullo resignado, al hablar de ella se le quebrará la voz y brotarán algunas lágrimas. Su madre es la boya a la que se aferra para mantenerse a flote.
En el viaje de la Negra también hay amores. “Quién esté conmigo”, se dijo a sí misma al descubrir que tenía el virus, “se va a tener que bancar lo que soy ”. En 1998 conoció a esa persona, hoy su ex pareja. Con él aprendió a aceptar su enfermedad. Juntos dieron charlas y recorrieron el interior de Córdoba. Iban a las escuelas, proyectaban un video, debatían y al final explicaban ―como remate de su intervención― que eran portadores de HIV.
En ese trajín fundaron una ONG: la UCONSI, Unidos contra el SIDA. Allí, Edith decidió investigar la interacción entre las drogas y el HIV. En especial, la relación entre la marihuana y el cóctel de pastillas diario que ingieren los portadores, un terreno inexplorado para la medicina cordobesa:
- El tema me llevó tres años, y recién en el último congreso del que participé hubo un taller sobre drogas, donde la conclusión fue que la marihuana es la única que ayuda a los chicos a tomar la medicación, porque te abre el apetito y te pone de buen humor. Pero los médicos no saben nada de eso.
Ella misma fumaba a escondidas en los pasillos del hospital donde trabajaba. Al principio le daba miedo que la descubrieran, pero con el tiempo se soltó y empezó a importarle menos. Nunca imaginó que algún día le iba a tocar hacerlo desde el otro lado del mostrador.
Las guerras del almaPara la medicina es el recuerdo del dolor de nuestros antepasados: lo llaman memoria genética. Es un mecanismo que traemos desde la cuna y nadie sabe cómo se detona. Un día parte de nuestras células reciben la orden de reproducirse sin control, y esa hiperactividad termina por destrozarnos. A Edith le dijeron eso, pero le parece una definición sospechosa. Ni siquiera que su padre y abuelos hayan muerto de cáncer, y que su madre le esté dando pelea, alcanza para aceptar esa explicación. Para ella, la enfermedad nace de lo espiritual y el cuerpo la traduce a su idioma de autodestrucción.
A los 38, hace tres años, le detectaron un tumor maligno en el cuello del útero. Edith pensó en eso: qué estaba mal en su mente para que su cuerpo se rebele así. Los médicos diagnosticaron que moriría pronto, pero no se entregó.
Con el cáncer, uno de los grandes temas es la quimioterapia. El tratamiento bombardea al organismo con químicos que matan cualquier célula que se reproduzca con rapidez. Eso implica efectos colaterales: caída de pelo, fatiga, mala coagulación en la sangre, infecciones, vómitos y mareos. La Negra lo sabía, y se preparó. Antes de ir al hospital se afeitó los rulos y se probó una peluca. No funcionó, y entró a la internación pelada.
A la noche, mientras los químicos entraban por las venas del brazo, abrió la ventana de la habitación y prendió un porro. Fumó mirando la luna, sin culpas, como cuando trabajaba en el hospital. No se lo dijo a nadie, aunque algo la delató: fue la única en toda la sala de oncología que comió y no se puso a vomitar. Así pasó su primera internación.
En el último año el cáncer desapareció del útero, pero atacó en un pulmón. La orden médica fue tajante: prohibido fumar. Parecía el momento de agachar la cabeza y entregarse a las náuseas y el dolor de la medicina oficial. Pero no. Veterana de tantas peleas, la Negra consiguió un vaporizador y convenció a los enfermeros para que mirasen para otro lado. Los médicos se volvieron a sorprender de su apetito y buen humor. En silencio, el consumo de marihuana es algo que muchos oncólogos aceptan como beneficioso para sus pacientes. Pero eso no alcanzó para que la terapia de Edith saliera de la clandestinidad:
-Cuando había gente me iba con el suero y el ‘vapo’ al baño. A una compañera de habitación le dije que era un nebulizador con unos yuyos que habían traído de Brasil, y a mi familia que era perejil chino. Hasta les gustó el olor.
Las guerras del cuerpo
Nuestro segundo encuentro fue un día de lluvia en el mismo lugar. Faltaban conversar algunos temas y tomar fotografías. La Negra llegó tarde de nuevo, pero esta vez tenía una buena excusa: cualquier resfrío le puede generar un problema grave, y el cambio climático de Buenos Aires es un asesino serial de la salud. Al entrar al bar, hizo notar que había cambiado el look. Alertada sobre lo que aquí es considerado un uniforme delincuente, cambió la ropa de fútbol por un buzo naranja y un abrigo azul. La capucha sobre sus rasgos morenos la hacía parecer una cantante de hip hop. Pero la Edith la usa para cubrirse la cabeza: tiene el pelo corto y pronto, cuando vuelva a la quimioterapia, se pelará otra vez.
Todavía quedan restos del tumor en los pulmones. Ella lo sintió al salir del hospital y los análisis lo confirmaron: el cáncer sigue vivo, a pesar del bombardeo tóxico con el que intentaron destruirlo. Lo mismo pasa con el HIV: simula dormir, pero es un engaño. La Negra Edith lo sabe. “Tengo los soldados buenos y los malos, todo adentro mío”, dice. Los antirretrovirales hicieron que se volviera casi indetectable en la sangre. Parece que no está, aunque, advierte que “se refugió en los ganglios, en el sistema linfático, hasta que haga un bajón de defensas y vuelva a la carga”.
Es una guerra larga, y la Negra Edith está preparada. Cambió sus hábitos de sueño, suspendió las salidas nocturnas y se alimenta sano. También convenció a parte de su familia de las bondades del THC, y gracias a ello se puede dar el lujo de vaporizar sólo marihuana casera, ahorrando la exposición a los tóxicos que trae el faso prensado. En ese viaje, revolucionó la relación con su madre:
-Ella entendió la diferencia entre drogas duras y drogas blandas, y que la marihuana me hacía bien. A veces, cuando no tengo mucho faso para el vapo, tengo que armar un porro, y ella se queda en la habitación charlando conmigo. Yo le digo que se vaya, que le va a hacer mal, pero insiste en que no pasa nada. Después anda por toda la casa buscando cosas dulces para comer. Y se caga de risa.
Mientras se escriben estas líneas, Edith está en una cama de hospital. Le esperan varios días quimioterapia. El cronista no deja de imaginarla: pelada, tan linda y morena contra el blanco de la sala de oncología. Allí, uno puede ver sus ojos negros, sus labios gruesos sobre el tubo transparente del vaporizador, exhalando un humo suave, casi ritual. De seguro esgrime su sonrisa franca, serena. Una risa guerrera, que desafía a los que quieren tomar el control de su cuerpo y de su alma.
(artículo y fotos aparecidos en el último número de la revista THC)